Actualmente estoy en un club de lectura y, aprovechando las vacaciones de verano, se ha seleccionado un libro de una extensión superior a la habitual: casi seiscientas páginas.
Se trata de Las propiedades de la sed, de Marianne Wiggins, una novela elogiada por la crítica, tildada de «epopeya americana», de tener «una prosa que trasciende»… y que a mí lo único que ha logrado ha sido ponerme de una mala hostia terrible. Pero, mejor, vayamos con calma y expongamos los argumentos pertinentes.
Un sesgo personal: Mi problema con las «tragedias de ricos»
Debo comenzar diciendo que, como toda persona, tengo sesgos que ya me predisponen. La cuestión es ser consciente de ellos para intentar controlarlos y, en mi caso, una de las cosas que peor llevo son las, por llamarlas de algún modo, «tragedias de familias ricas».
Es superior a mí, no puedo evitarlo; me ponen de muy mala hostia las gilipolleces que se inventan para dar pena. La primera vez que fui consciente de que esto me pasaba fue con la película El club de los poetas muertos, donde un niño rico se suicidaba porque su sueño era ser actor de teatro, escritor o alguna mierda de esas y, como su padre se lo prohibió y no lo valoraba, decidió acabar con su vida para poner fin a ese sufrimiento.
¿En serio? ¿De verdad tengo que empatizar porque un niño rico se quita la vida por semejante gilipollez? Eso es que no ha tenido un puto problema en su vida. Es decir, no niego que las familias ricas tengan problemas; la cuestión, a lo mejor, es que no saben plasmarlos, ya sea en la literatura o en el cine.
El pacto con el lector: un acuerdo con límites
Dicho esto, toca aclarar el siguiente punto: soy consciente de que se trata de una novela y, por lo tanto, de los pactos que como lector debo aceptar.
Todos somos conscientes de que, ya sea una película, una novela o un cómic, estamos consumiendo un contenido que, aunque pueda estar basado en hechos históricos, es ficción. Por ello, el autor goza de un permiso especial para la «suspensión de la credulidad».
De lo que también debe ser consciente el autor es de que esto tiene unos límites. Es decir, es posible que algo me chirríe mucho en un primer momento pero que luego esté bien justificado. Sin embargo, si se van sucediendo diversas situaciones de esas, es cuando uno piensa: «Hasta aquí hemos llegado, esto no hay por dónde cogerlo».

Una premisa prometedora que se estrella contra el absurdo
Regresando a esta novela en particular, la historia comienza con un hombre que cuenta la historia de su rancho y su vida: la pérdida de su mujer, cómo arruinaron su propiedad al robarle el agua para Los Ángeles y la trágica pérdida de su hijo en Pearl Harbor. Todo esto sirve para contextualizar el encierro de los estadounidenses de origen japonés en campos de concentración.
La premisa, como tal, me encantó. Más aún cuando las historias se enlazaron, porque el agricultor quería demostrar que la falta de agua generaba enfermedades por la sequedad y el polvo, gracias a los diez mil japoneses que iban a llegar a sus tierras. Una crítica social en toda regla y una tragedia humana desproporcionada. A pesar de un comienzo lento, me tenía bien atrapado.
¿Y qué me encontré? Nada. La nada más absoluta: la vanidad, el desconocimiento del ser humano, la minimización del dolor mediante argumentos de telenovela barata y una falta de respeto hacia el sufrimiento de esas familias japonesas.
Un desfile de estereotipos y situaciones inverosímiles
Soy consciente de que la escritora quería plasmar una crítica al «sueño americano», contraponiendo la realidad de las familias japonesas con la de los millonarios. El problema es que es una apuesta muy arriesgada por lo extremos que son ambos puntos.
Comenzamos con los estereotipos más absurdos: todos los millonarios son altos, guapos, inteligentes, carismáticos, los mejores en TODO lo que hacen. La hija es la mejor cocinera del mundo y el hijo tiene el don de que TODAS las mujeres se queden prendadas de él.
Quien dirige el campo de concentración es un joven judío, el mejor, honrado e idealista. ¿El responsable militar? Pues otro judío, joven, idealista y carismático al que todo el mundo quiere. ¡Viva los Estados Unidos de América, claro que sí, que tienen lo mejor de lo mejor!
Aquí ya comenzó a chirriarme todo. Yo esperaba conflictos reales. ¿Cuál fue el primer problema al que se enfrentaron? Varios hombres del campamento fueron a decirle al responsable que necesitaban un tiempo para ellos mismos porque estaban demasiadas horas junto a sus mujeres. ¿En serio? Les arrebatan todo, los encierran hacinados, ¿y su preocupación es esa?
En otra ocasión, la cocinera millonaria se encuentra con un orfanato de treinta bebés atendido por solo dos mujeres. ¿Su mayor preocupación? Tener que fregar a mano tantos pañales. Y la ricachona piensa en regalarles tres mecedoras. En esa misma escena, le cuenta toda su vida a un militar que apenas conoce y este, para más inri, se va porque tiene que repartir helados a los niños con su jeep.
Si quieres escribir una crítica a través de lo ridículo, debe ser evidente. Aquí no existe esa crítica. Como lector, soy yo quien debe imaginársela. En La conjura de los necios, la burla es clara. Aquí, no. Todos son perfectos y buenas personas. ¿Qué se supone que está criticando?
Cuando la ficción banaliza el sufrimiento real
Otro aspecto clave es cómo está narrada la historia: mediante saltos en el tiempo y de punto de vista sin ningún tipo de aviso. De repente, estás leyendo sobre los hermanos de pequeños en un crucero de lujo por Europa tras la muerte de su madre. La niña se gasta 50.000 dólares en cenar con el capitán, comiendo ostras, bogavante y caviar. ¿Estamos hablando de los japoneses hacinados y luego veo a una niña rica comiendo langosta porque lo ha pasado muy mal?
¿Acaso es la única niña que ha perdido a su madre? ¿Es que su madre es mejor que las demás?
Cuando yo era pequeño, una compañera de clase perdió a su madre en el incendio de la discoteca Flying de Zaragoza. Su madre estaba trabajando, murieron 43 personas y, al día siguiente, la niña tuvo que ir a clase porque su padre no tenía dónde dejarla y tenía que ir a trabajar para llegar a fin de mes. Esa es la realidad.
Vuelvo a la escena ridícula del orfanato. En esa misma escena, los dos responsables judíos deciden que deben celebrar la Pascua, aunque uno de ellos jamás la había celebrado. Nos olvidamos de los japoneses, de los huérfanos y los pañales sucios, y nos dirigen a una fiesta llena de lujo y vestidos caros. Niños huérfanos, dos mujeres para treinta pequeños… ¿Y me tengo que preocupar por una fiesta?
Conclusión: Mi abandono en la página 400
Como digo, me ha resultado imposible terminarla. He llegado a la página 400, que, para la mala hostia que me entraba al leerla, es todo un logro. Todo con la esperanza de llegar a un clímax o a una crítica clara, pero no llegaba.
De pronto, la hija discute con su padre y le dice que pague el agua como todos. En la siguiente escena, tiene un accidente a caballo y el enamorado responsable del campamento lo deja todo para ir a atenderla. Y me dije: «Con esta gilipollez se tiran otras cien páginas, paso de seguir con esta mierda».
Yo no sé dónde ve nadie una epopeya. Yo tan solo veo vanidad, lujo, hipocresía y un desprecio total por los problemas reales. La novela, además, peca de explicarlo todo constantemente, como si el lector no fuera capaz de sacar sus propias conclusiones.
Reconozco que no he sido capaz de terminarlo. Demasiadas oportunidades le he dado y demasiadas horas he perdido.
Y tú, ¿has leído Las propiedades de la sed? ¿Crees que he sido demasiado duro o compartes mi frustración? ¡Me encantaría leer tu opinión en los comentarios!
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