Desde que tengo memoria, siempre me han llamado «bicho raro». Y podéis creerme, tengo mucha memoria. Es cierto que, dependiendo de con qué personas estuvieras, te lo decían de una forma o de otra. Con la familia y los seres queridos, era más del tipo: «es un niño muy inquieto». Una frase que siempre me hizo gracia era:
«Es que, en ocasiones, te hace unas preguntas que no sabes qué responder».
Esto, como es lógico, cambiaba mucho cuando estabas con gente de tu edad, donde los comentarios solían ser más directos: «es que eres muy raro». Lo que nunca pude imaginar fue recibir el diagnostico altas capacidades siendo adulto.
Raro. Lo escuchabas y, en un primer momento, te sorprendía. Te preguntabas a ti mismo: «¿yo soy raro?». Esa simple pregunta te llevaba a otras muy distintas y diversas que te dejaban pensando durante días:
«¿Eso quiere decir que el resto de la gente no es como yo?».
Diagnóstico altas capacidades siendo adulto
A medida que crecemos, conocemos a más gente. Escuchamos, leemos, vemos series y películas. Nuestra base de datos de interacciones, sentimientos, lealtades y demás elementos sociales va ganando consistencia. Nos damos cuenta de que, bueno, hacemos cosas que otros no; tenemos ideas muy claras en ciertos aspectos que no concuerdan con la mayoría; nuestras aficiones, digamos, también se reducen a un porcentaje mínimo de la población. Pero lo importante es que descubrimos que no somos los únicos.
Todos tenemos nuestras rarezas. A estas alturas, ya prácticamente nada sorprende a nadie. Si nos ponemos a pensar en todas las personas que pululan a nuestro alrededor en el día a día, no necesitaremos esforzarnos mucho para empezar a añadirles etiquetas. Es, quizá, por este motivo que no pensamos demasiado en ello; tan solo asumimos esta singularidad como algo normal.
El Camuflaje Social de la Edad Adulta
Este tipo de situaciones, además, se van difuminando según alcanzamos la etapa adulta. Nos volvemos más conscientes de estas dinámicas y vemos que no solo somos nosotros los «raros», sino que todos a nuestro alrededor también lo son a su manera. A través de las interacciones sociales comprendemos mejor qué decir y cuándo, a la par que aprendemos cuándo es mejor callar. Encontramos personas con las que podemos hablar de unos temas y de otros mejor no. De esta forma, adquirimos un camuflaje perfecto para soportar el escrutinio de las convenciones sociales.
Una vez alcanzamos esa etapa, tenemos demasiados problemas como para seguir preocupándonos por esos temas. Además, nos damos cuenta de algo liberador:
Nosotros somos raros, pero chico, la mayor parte de nuestros compañeros de trabajo resulta que son gilipollas, vagos, egoístas… y eso es mucho peor que ser raro.
Por lo que dejamos de pensar en eso y continuamos con nuestra vida, dando por zanjado el asunto. Hasta que tenemos hijos.
El fantasma del «es que eres muy raro» vuelve a nuestras vidas, aunque esta vez de forma agravada, porque ya no es hacia nosotros —ojalá—, sino hacia nuestros hijos. Ves que gran parte de su comportamiento, su forma de pensar y sus intereses concuerdan con los tuyos, y una sensación extraña se remueve dentro de ti.
El Eco del Pasado: La Sombra de la «Rareza» en mis Hijos
Las alertas, a día de hoy, saltan cuando se llega a la ESO. En ese momento, en el instituto, nos pidieron una cita y nos comunicaron que la psicóloga del centro había dictaminado que nuestra hija tenía déficit de atención. En este punto voy a decir algo que repetiré bastantes veces: lo importante fue darle un nombre. O, por lo menos, eso pensé en un primer momento, porque echando la vista atrás, fue un calvario que duró años.
Aquí entran en juego el médico de cabecera, la psicóloga de la Seguridad Social y, en última instancia y tras mucho sufrimiento, la psiquiatra.
La Ruleta Rusa del Sistema Sanitario
Debo detenerme aquí porque ya entra en juego el factor suerte. Te puede tocar un psicólogo maravilloso o una borde gilipollas (como fue nuestro caso). También hay que valorar la experiencia del profesional en ciertos temas, modos de comportamiento o patologías; incluso el humor con el que se encuentre ese día.
La cuestión es que, al llegar a este punto, uno comienza a atar cabos, a buscar por su cuenta, a hacerse preguntas. Y algo comienza a rondar por tu cabeza: «¿Y si yo también tengo eso?». Así que un buen día no aguantas más, pides cita en el médico de cabecera para que te derive a psiquiatría y le cuentas tus sospechas: «Creo que tengo déficit de atención».
En ese momento, lanzan un suspiro largo y cansado y comienzan las preguntas: «¿Por qué cree eso?», «A estas alturas de su vida, ¿qué más le da?», «Ya tiene la vida hecha, se ha adaptado a la sociedad. Esto está pensado para los niños, que así reciben ayuda en el colegio…».
Y te das cuenta de lo que realmente somos: robots que deben trabajar y no dar problemas al Estado. Debemos producir. Te ayudamos de pequeño para la etapa escolar, pero una vez la superas, no le importas a nadie. Búscate un trabajo y produce. Aunque esto es otro tema, no el que nos concierne hoy.
La Crisis Inesperada: Cuando la Música Rompió mis Esquemas
Mi visita al psiquiatra confirmó la sospecha. Tras realizarme varios test, concordó en que era muy probable que tuviese déficit de atención. Me recetó un medicamento y aclaró que, para los adultos, ya no había nada más. Si me iba bien, genial; si no, no había nada que hacer. Esta perspectiva entristece bastante, pero la asumes y continúas. Quienes importan ahora son tus hijos, no tú.
Pero esto no vino solo. Por aquel entonces, yo estaba intentando aprender a componer para crear melodías para mis podcasts. Llevaba tiempo aprendiendo a tocar el piano de forma autodidacta, leyendo libros de teoría musical, y cuanto más intentaba aprender la teoría, menos aprendía. No es que no la comprendiese, claro que sí, pero no veía cómo ayudaba en nada a componer.
Cansado, me busqué un profesor particular. Me apunté a una academia y allí fui a torturar a una pobre chica de poco más de veinte años que tenía que soportar a un cuarentón que decía que la teoría musical no servía para nada. Afortunadamente, era una chica muy maja, paciente y que amaba enseñar. Un buen día le enseñé lo que había compuesto: una melodía mezclada con sonido ambiental.
—Es perfecto, es maravilloso, funciona muy bien —me dijo.
—Ya, pero es que no he seguido ni una sola norma para crearla —repliqué yo.
—¿Y qué más da? Si está bien, está bien. Es lo que importa.
Y ahí me desmoroné. Mi problema era que no comprendía cómo se puede hacer algo por intuición cuando hay reglas claras y bien establecidas. ¿Se puede componer sin dominar la teoría musical?
Esto me sumió en una especie de crisis existencial que me dejó bastante tocado. Fue entonces cuando busqué un psicólogo sanitario privado. Mi principal motivación era encontrar a alguien competente para mi hija, cuyo diagnóstico había cambiado a posible Asperger, pero decidí ir yo primero para probar.
El Veredicto: «Tú lo que tienes son altas capacidades»
La sorpresa fue mayúscula. Cuando le expliqué todo, su respuesta fue inmediata:
«Tú lo que tienes son altas capacidades».
Ahí comenzó otro proceso de pruebas, más test, charlas y, finalmente, el diagnóstico. Aunque cueste creerlo, no fue un momento de celebración, sino un duro golpe de realidad. Al investigar de qué se trata exactamente, qué características tiene y leer información al respecto, uno comienza a rebobinar su vida.
Uno comienza a recordar su vida, todos esos sucesos que durante muchos años no has comprendido por qué te han pasado, cómo te ha tratado la gente, por qué nos cuesta tanto hacernos entender en ocasiones… y eso duele, duele mucho.
Estuve así más o menos un año. Luego, poco a poco, vas cogiendo ánimos, ganas confianza en ti mismo y te dices que claro que puedes hacerlo, que tan solo tienes que intentarlo. Elegir un camino y seguirlo lo más lejos posible, en lugar de lo que hemos hecho toda la vida: probar todos los caminos del mundo durante unos pocos metros.
Y así es como, al segundo intento, logré escribir una novela de la que yo mismo me siento orgulloso.
Aunque de esto, hablaré en otra ocasión.
De momento, si esta historia ha resonado contigo, te invito a descubrir cómo toda esa complejidad se ha volcado en las páginas de mi novela, Secretos Rotos. Me encantaría que me dejaras en los comentarios si alguna vez has tenido una sensación similar a la mía.
Nos leemos pronto.
0 comentarios